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lundi, juillet 16, 2012

Paisaje interior

Solo ahora puedo escribir en mi blog, realmente escribir, no solo inscribir palabras. Durante mi estadía en Francia he estado siempre como flotante en la superficie de mí misma, y me explico esta situación por el ambiente que me rodeaba, pese a la belleza de algunos instantes de soledad, un ambiente frío, con una sequedad en las relaciones, un ambiente demasiado codificado para alguien que desea sentirse libre. Sentía que había demasiadas cosas que elegir, que comprar, que consumir, pocos encuentros de verdad que atravesasen ese umbral de la formalidad y la representación de un rol, como si todos los intercambios sociales se viesen reducidos a su estereotipo social, sin nada más que ofrecer. Además creo que para poder estar en contacto con la verdad es necesario una realidad más desnuda en la que podamos entrar iluminando con nuestra mirada, no estar en la proyección de nosotroas mismos, sino en el interior. Al final, ¿una vez que estás en una ciudad maravillosa, qué cuenta si no es el estado que te inspira? Para poder navegar en aguas interiores necesito el silencio, la soledad, no verme atrapada en la mirada estereotipada de nadie. Y creo que sentía que mi sitio no estaba allí, por más que hable el idioma y comparta tantas lecturas, creo que he sentido ese rechazo de una Francia que vive un repliegue sobre el regionalismo de las identidades, tan anacrónico como cruel. Esa sequedad de corazón, no poder entrar en contacto con lo que más me importa, los sentimientos, me hacía pararme frente a mi ventana como frente a una tarjeta postal. Estaba ahí la Torre Eiffel, la calle donde llegué la primera vez a París, pero toda la gente que había conocido no estaba, ni siquiera sabía que había sido de sus vidas. Me sentía un poco fantasmal y una cierta angustia me apretaba el estómago. Terminar entonces con el mito de las grandes ciudades europeas como lugar ideal para vivir , tal vez no sea el momento, y a lo mejor, con el tiempo busquemos con más ansiedad un espacio afectivo, más cálido. Por nada cambiaría mi casa aquí en Caracas, esta montaña, mis pájaros, esta soledad que es sonora, cargada de ruidos. A veces, de hecho, me pesa, pero si allá sentía que estaba en un mundo de ruidos subterráneos, de latidos subterráneos densos y pesados, aquí siento que todo es exterior, que hay un tiempo humano respetado, a veces, luminoso y que me permite circular a mi ritmo (hay curiosamente, como un espacio de cura que viene del idioma, de un idioma que expresa siempre afecto de manera espontánea, menos cartesiado y perdido en su sociabilidad). He vuelto a pasar por mis  "lugares" parisinos, pero ninguna presencia humana la ha iluminado.  Creo que esta vez me ha hecho mucha falta, pese a mis compañías, ex parejas, amigos y amigas. Además percibo una parálisis, un no saber cómo responder a lo que sucede en medio de esta jungla de redes de comunicación, de ofertas que desvían el deseo y paralizan. No sé si estoy siendo muy clara, espero que sí.
¿Cómo desear, querer, inyectar generosidad a nuestras vidas en una sociedad tan enmarañada? Al final, como ya me ha pasado otras veces, noté que me saturaba el consumo, que la oferta era demasiado grande para una persona que ahora se acostumbra a la austeridad y selecciona más sus necesidades, su afectos. Me es imposible retroceder. Venezuela ha sido toda una" revolución" para mí en varios sentidos, sobre todo en los valores de vida, y en una lección de vida. Muchos esnobs dirán, oh, cómo puede ser cierto, y lo es, tan pis pour eux. Creo que lo importante es estar en un lugar que saque lo mejor de nosotros, y en París me sentía vulnerable y villana. Una villana que contemplaba su ventana y solo quería la calidez del afecto, un poco de soledad acompañada para ponerse de nuevo a escribir. Que esta experiencia sea definitiva, no sé. Pese a todo, París es un espacio de reflexión, donde existe gente que se mantiene también al abrigo y entrega cosas excelentes, con generosidad, con valentía.  Son esas las cosas que me quedan, más la idea de tal vez tener un día un molino viejo acondicionado como casa en la costa de Brest (una ciudad sin pretensiones, austera y vacía), su mar, la casa de Chateaubriand en Saint Malo, la imagen vívida de verlo atravesar el patio con frío y con miedo (como escribe en sus Memorias), el monte Saint Michel, el mar de Dinard y de Brest, la casita que alquilamos en Combourg, y sí, también mi miedo, miedo a secarme por dentro y no saber ser generosa conmigo y con los demás. Olvidando la parte más noble de esta pequeña persona; escribir.

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