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vendredi, juillet 15, 2005

El valor de una mirada


El Valor de una mirada


Hoy pensaba en esas miradas que nos construyen, que nos dejan existir fuera de todo esterotipo racial o cultural, aquellas que nos ayudan a buscarnos y vivir con las partes más cambiantes de nuestra persona. Las que hurgan en el interior y saben dar con bondad, afecto, indulgencia. En Avignon, un espectáculo de un artista flamenco, Jan Fabre, en el antiguo Palacio de los Papas, hace pensar en el cuerpo como el lugar donde todo eso está latente, se hace texto inscrito, se borra y se vuelve a inscribir. Muchas veces de forma violenta porque constantemente nos oponemos a esas miradas que nos despersonalizan y que sólo ven una proyección de sí mismas: las monádicas, las cerradas e impermeables. Si dejamos transpirar nuestros humores, si nos hacemos más visibles, más sensuales y vivos, algo o alguien nos resiste. Siempre se vigila al cuerpo y se le castiga, desde la Edad Media, hasta la actualidad, nos sentimos responsables de un color de piel, de nuestras formas (para hablar de nuevo de la belleza), y se olvida que lo que nos importa es trascender lo que no podemos decidir, simplemente existir, libres de prejuicio recuperando cierta inocencia.
¿Por qué nos cuesta tanto reconocer a alguien que no se nos parece como próximo? Porque nos da miedo, porque nos muestra nuestros límites. Saber que las personas que han hecho el atentado de la ciudad de Londres eran ciudadanos ingleses de origen extranjero, supuestamente “integrados” (qué término más tonto!) a la sociedad inglesa, ha conmocionado a la opinión pública. Tal vez eso nos lleve a hacernos preguntas sobre qué empuja a una violencia tan brutal, por qué no nos reconcemos y nos damos apoyo y protección, por qué una religión puede enajenar a una persona que, como cualquiera de nosotros se levanta y va a su trabajo, o compra el pan en la esquina de su casa y nos mira, pero no nos reconoce, ni nos hace parte constituyente de su vida. ¿Por qué?

El cementerio marino de Paul Valery

Ayer estuve en Sete, la ciudad de Paul Valery, el escritor del Cementerio Marino, libro admirado por Borges. No voy a hablar del trabajo de Valery, no es o que importa sino ese cementerio en lo alto de una montaña que mira el mar Mediterráneo. Un espacio sereno y quieto como el mar, un espacio marino, delicioso, acariciado por mimosas y laureles. Una sensación de paz al caminar por él y mirar el horizonte, un barco que se pierde, un anciano que camina y así la vida continúa en movimiento.

2 commentaires:

Oscar Pita Grandi a dit…

Me has hecho acordar a Valery. Justo hace una semana cerré un artículo, que pronto lo subiré a Nuvolaglia, con una frase de él: los libros tienen los mismos enemigos que los hombres: el sol, la humedad, la interperie, el abandono, pero también su contenido.

Rain (Virginia M.T.) a dit…

Gratificada por llegar-en verdad me azoro ante esta confesión: sólo leía tus artículos en 'El Comercio' y en cuentos publicados...- a tu 'Palincestos'.

Es una manera de justificarse, el actuar con prejuicios, y se intenta darle un asidero a la discriminación, a la misma xenofobia... Es lo terrible, porque no basta demostrar que son absurdos: hay una intención de persistir en el racismo y de propagarlo. Ante eso, creo que debiera haber una educación alternativa... es urgente,.

Transmites esa serenidad que hay en lugares alejados y cuidados, donde pareciera que la vida pasa sin que el caos los toque.

Un muy grato salute.